José Rilla
La Constitución que nos rige lo prevé y tal vez lo estimula. Que toda la disputa política y electoral se ordene alrededor de la pregunta ¿quién gana? Pero más precisamente, ¿quién será el presidente? Todos los recursos se ponen al servicio de esta empresa titánica: los candidatos, la publicidad, el dinero, los argumentos, todo apuntando al supuesto premio mayor.
La noche de la victoria presidencial se celebra como pocas, pero hay razones para pensar que el ungido no la duerme bien. Si ganó en la primera vuelta, en octubre, apoya la cabeza en la almohada y piensa: tengo una mayoría absoluta, 50%+1, cuento con el Parlamento a favor: si no aprovecho la circunstancia mayoritaria el tiempo me comerá los talones. Y piensa además, con sagacidad: si ganar fue difícil, gobernar lo será más, entre otras razones porque lo que se aprende en la competencia electoral no es demasiado útil para administrar, decidir, legislar, gastar, invertir, controlar. El presidente alcanza a dormirse por un rato cuando lo vence una tentación ilusoria, la de hacer uso y abuso de la mayoría. ¿Quién manda al fin y al cabo?
Si gana en la segunda vuelta le costará más aun conciliar el sueño: tengo la presidencia con el 50%+ 1, pero el Parlamento elegido un mes antes no me sigue, es un espejo de la opinión ciudadana distribuida en partidos diferentes, proporcionalmente representados en las bancas de diputados y senadores. Tengo mayoría como presidente, no tengo mayoría como gobernante salvo que trabaje como primer ministro, cosa que no puedo hacer porque no soy parlamentario. Habrá que negociar, ¡cuánto trabajo!
Durante la última década hemos probado ambas experiencias: Tabaré Vázquez ganó en primera vuelta, con mayoría parlamentaria; Jorge Batlle ganó en segunda vuelta y debió armar una mayoría para triunfar y gobernar. Se puede discutir mucho acerca del desempeño de cada gobierno, el de Batlle con la crisis al principio y el de Vázquez con la crisis al final. No es el motivo ahora de este comentario. Prefiero una pregunta mas gruesa.
¿Qué es mejor? En la vida democrática “mejor” no tiene demasiada relación con los resultados sino con los procedimientos que permiten llegar a resultados. La democracia no será buena porque resuelva la miseria, construya escuelas y hospitales, atraiga inversiones y frene la emigración; será buena si esas u otras cosas son el producto de una forma de tomar decisiones, de un modo de administrar la discrepancia y la competencia, de combinar los esfuerzos de mayorías y minorías, de organizar la participación, responsabilidad, representación. La buena democracia depende de la calidad de las discusiones, del compromiso entre quienes ganan y pierden. La buena democracia produce buenos ciudadanos, y viceversa. Este es un largo y varias veces interrumpido aprendizaje que lleva más de dos mil años.
Tentados por Lord Acton podríamos sostener que la mayoría absoluta corrompe absolutamente. Es una exageración pero sirve para avisarnos de un peligro. Si la opinión ciudadana luce polarizada y la diferencia@*por ejemplo- entre frentistas y blancos se parece cada vez más a la de buenos y malos, puros e impuros (ponga el lector el orden que le guste), la mayoría absoluta para cualquiera de ellos construye las condiciones ideales para una fragmentación grave de nuestra política, que le niega al otro el derecho a gobernar desde la oposición.
El Uruguay tiene una buena historia de aprendizajes en estas luchas, mucho mejor que la que pueden mostrar Argentina y Brasil. Sin embargo, la amnesia nos va comiendo. Cuando se ambiciona “ganar en primera vuelta” se puede expresar una pretensión sana, desde luego, la de reunir en torno a un programa la mayor cantidad de adhesiones ciudadanas posibles. Para otros@*que predominan, creo- se concibe esa hora de la mayoría absoluta como la decisiva, como la que “da el poder” y allana los obstáculos, la que da un derecho superior. ¿Qué es un buen gobierno? ¿El que nos hace felices, actualiza tiempos idos y mejores, espanta tiempos idos y peores? Esa es la respuesta más fácil y por lo tanto sospechosa; por una vez deberíamos pensar que la calidad del gobierno depende de la forma como están distribuidos el poder y la representación y que eso influye en la forma como seleccionamos, estudiamos y resolvemos nuestros problemas.
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