Sábado, 4 de julio de 2009
Cualquiera que sea el desenlace del drama hondureño, desde ahora podemos sacar por lo menos tres lecciones preliminares. Dos de ellas son buenas noticias; la tercera es de lamentarse.
En primer término, por si subsistían dudas, ya quedó claro que lo que sucede en Honduras no permanece en Honduras. Los asuntos hondureños no son exclusivamente de los hondureños. Media humanidad no sólo se ha pronunciado, con toda razón, contra el derrocamiento de Zelaya, sino que muchos gobiernos, principalmente de América Latina pero también -a través de la OEA- Estados Unidos y Canadá, han tomado medidas para tratar de revertir el statu quo. Enhorabuena, espero que la próxima vez que un comentócrata, diputado o patriota trasnochado vuelva a invocar la No Intervención y la Doctrina Estrada, se muerda la lengua.
Pero esta participación directa de la comunidad hemisférica en los acontecimientos de Tegucigalpa no se da en un vacío. Se produce a partir de razones jurídicas -endebles- y políticas -mucho más sólidas. Las jurídicas se refieren en muy pequeña medida a la Carta de Bogotá de 1948 que realmente no proscribe los golpes de Estado. Pero destaca que sea en estos últimos años cuando se ha producido el menor número de golpes en América Latina, desde esa fecha. La Carta Democrática, que sí es interamericana (CDIA) y fue suscrita el 11 de septiembre del 2001 por todos los países de la región -incluyendo la firma del que escribe a nombre de México-, sí lo hace. Pero lo hace con un estatuto jurídico ambiguo: la CDIA no forma parte de la carta de la OEA, no es un tratado separado ratificado por los Estados miembros y no tiene carácter vinculante explícito para ello. De tal suerte que la justificación de la injerencia hemisférica en los asuntos internos hondureños procede mucho más del consenso político a favor de la democracia que se ha logrado en la región a lo largo de los últimos 15 a 20 años, que de un régimen jurídico regional aún en ciernes.
Claro: para que ese régimen jurídico crezca y se consolide debe cumplir por lo menos una condición, cuya vigencia es aleatoria en este momento: la CDIA tiene que aplicarse con todos sus capítulos, a todos los países, en todas las coyunturas. No sólo puede funcionar a favor de los amigos de Chávez cuando los derrocan los malosos; también debe operar cuando Chávez cierra estaciones de televisión y persigue a alcaldes opositores; o cuando Daniel Ortega se roba elecciones; o cuando se invita a Cuba a volver a la OEA siendo que no cumple con ninguno de los requisitos de la CDIA que hoy, con toda razón, se invocan para defender a Zelaya.
La mala noticia es que México no supo, no pudo o no quiso cuadrar el círculo: apoyar el orden constitucional en Honduras y el retorno de Zelaya, al mismo tiempo que deslindarse de Chávez, Castro, Ortega, Morales, Correa, Kirchner, et al. No era fácil lograrlo. Pero era imperativo para evitar ser arrastrados por los albos (países del ALBA) en una dinámica que sólo favorece las tendencias autoritarias y populistas, que se supone que México no comparte.
Había dos maneras de alcanzar esta meta. El contenido y la compañía. Si se centra todo en el apoyo a la vigencia de la CDIA y de ahí se deriva el respaldo a Zelaya, casi en automático se produce una distancia con Chávez, que le teme a la CDIA como a la peste porque sabe que algún día se le puede revertir. La otra posibilidad era el código postal: en lugar de juntarnos con los albos -y lo que Joaquín Villalobos ha llamado los bananeros- en Managua, hacerlo mejor con los países que realmente cuentan para México: Canadá, Estados Unidos y en su caso Brasil y Chile. Pero ya lo ha dicho Ciro Gómez Leyva, Calderón se siente mucho más a gusto en el trópico nicaragüense que en la modernidad de América del Norte. Por eso, sin duda, también parece que se obstinan en acudir al besamanos a La Habana: entienda quien pueda.
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