El mundo de la literatura siempre está lleno de sorpresas, algunas veces nos topamos con joyas ocultas que por azares del destino llegan a nosotros sin tener la menor idea de por qué.
Como ya he expresado con algunas otras narraciones, existen libros que más que querer leerlos, nos seleccionan para que nosotros lo hagamos sin ofrecernos tregua hasta terminarlos. Libros ocultos durante años en libreros de terceros o tiendas de libros usados. Esperando ser encontrados y codificados por las personas indicadas para el logro de una satisfacción intelectual o por placer meramente lúdico.
Hace dos semanas, como un delirante regalo de la que escucha llegó a mis manos (después de un intenso debate en el que se me prohibió explícitamente y por razones perfectamente entendibles leer a otro autor) un tomo de cuentos de un autor inglés que, hasta este momento nunca había oído nombrar: Tibor Fischer y un libro llamado (en español) No apto para estúpidos.
No haré un recuento de la biografía de este autor (en parte porque no tengo interés de hacerlo y en otra parte porque tampoco me la sé), pero sí una breve apreciación de su obra: es como si Irvine Welsh hubiera ido a Cambridge y estudiado filología, es decir, existe cierta empatía entre los personajes que viven no solo en mundos asociales, sino un rechazo total de la realidad en la que viven, rechazo directamente proporcional al deseo de formar parte de ese entramado social que es Inglaterra.
Conforme a una breve serie de cuentos perfectamente narrados en un estilo pulcro y sobrio (qué pavada de crítica bien de culto) pero con personajes que tienen siempre una excentricidad, un delirio, un chip sobrecalentado o una tuerca fuera de lugar, algo que ellos a veces sí y a veces no, reconocen como locura o genio incomprendido.
Buscar la quintaesencia del humor, leer todos los libros del mundo, tener unas vacaciones pagadas en Francia, reírse de los historiales de criminales fracasados, estas son algunos de los cuadros descritos en los relatos. Gente que no son parias en el sentido estricto de la palabra porque tampoco se les puede considerar en el eslabón más bajo de la sociedad, sin embargo, también son parias en el aspecto moral, alejados de todos lo socialmente aceptado para incurrir en los recovecos tal vez de la libertad, tal vez buscando una muerte no deseada, tal vez solamente creyendo que ese es el verdadero camino.
Con un título sugerente (básicamente la traducción sería No lea este libro si es un estúpido) es una clara invitación a no solo decidirte leerlo, sino a jugar contigo en por qué sí o por qué no sería un estúpido. Tibor Fischer es lúdico, no quiere que leas el cuento y pásese al otro, quiere que te quedes pensando y casi sientas que en algunos aspectos habla de ti, quiere que precisamente no seas estúpido para poder entender cuál es ese mensaje codificado oculto no entre líneas, sino explícitamente en las líneas, solamente que un corto de miras no podría comprender racionalmente (no sí, no tengo la menor idea). Que tus manías encajarían perfectamente en el texto, aunque tal vez no de manera tan explícita como la que narran los personajes es parte de lo que se goza en la lectura, no solo por las manías en sí, sino por reconocerlas e incluso racionalizarlas como algo inherente en tu ser.
“el tragalibros” y “me gusta que me maten” son simplemente joyas narrativas que deberían permanecer intactas para aquellos que no tengan la capacidad mental de comprender el estilo de vida que representan. Y para eso, dejo un fragmento que no es más que una clara muestra del mejor método para salir airoso en cualquier discusión “intelectual”
Primero decía alguna obviedad, para que se pensaran que tenían un público ante el que merecía la pena lucirse. Luego soltaba algo insospechado, para que se viera que no era un cualquiera, para causar asombro. Por último, decía algo que no sabía nadie, una alusión a un libro del que solo existían un par de ejemplares. Así les entraba auténtico pavor. Era fácil. A los especialistas en el XIX los desconcertaba centrándose en el XVIII; a los del XVIII, remitiéndose al XVII; y a los del XVII, abrumándolos con el XVI. Era fácil; para dejarlos perplejos bastaba con apartarse diez o quince años de su especialidad. Algunos sonreían aliviados y decían que no era su terreno. Pero ¿Cómo iban a entender a un escritor si ignoraba sus antecedentes? ¿Cómo iban a lograrlo si ignoraban qué leía y qué leían los escritores a los que leía? Cuando se refugiaban en su época, él iba y los machaba en su propio terreno para que se dieran cuenta de que no eran invulnerables. Por eso escribía reseñas.
El resto es historia.
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