Dicen que Jerusalén no le pertenece a los hombres, que es de Dios. No cuestiona uno las creencias de los demás, pero también sería irrespetuoso no resaltar la insensatez de vivir un baño de sangre en una región cuya particularidad fundamental radica en el monoteísmo y religiones donde el amor y la paz para con el prójimo es un pilar fundamental.
Una guerra moderna, y por moderna también asimétrica cuya motivación radica en la defensa de, irónicamente, el “espacio vital” de Israel. Aunque algunos supuestos críticos quieran comparar a Israel con el régimen nazi, las comparaciones no son más que estéticas y de carácter histórico, sin algún otro ápice de evidencia que deje a entender que la política exterior de Israel sea panjudaica, sin embargo, tampoco existe justificación en la guerra preventiva al más puro estilo de Minority Report, porque uno se pregunta ¿Y quién nos asegura que nos iban a atacar?
No hay certeza cuando Marte clama por la sangre de los infantes mientras los adultos discuten sobre principios tan anacrónicos como la Soberanía en la era global.
¿Y si entendieran que Hamás encuentra su legitimidad no en sus discursos, sino en las bombas israelies?
El resto es historia.
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