Acabo de leer por tercera vez El Tercer Reich de Michael Burleigh, un libro de 1400 páginas de
pura acción, emoción y romance (no hay nada de esos tres).
Por
lo general, cuando nos acercamos a una
obra sobre la Alemania Nazi siempre nos dejamos llevar por ciertas
generalizaciones que intentan responder a un cuestionamiento bastante natural
¿Cómo es que una nación tan civilizada como la alemana se dejó seducir por un
cumulo de promesas baratas y semi religiosas de Hitler?
No es
que sea una pregunta descabellada, y en base a ella se entiende que la
literatura histórica sobre el tema por lo general limita el debate a responder
a esa pregunta, dejando de lado un cuestionamiento que pocos se plantean: ¿Fueron todos los alemanes? Todos
llegamos a pensar que porque un gobierno esté en el gobierno intrínsecamente el
pueblo está con él, esto no se sostiene, mucho menos cuando el gobierno es un
régimen totalitario donde no está muy bien vista la crítica.
Cuando
uno lee un libro sobre el nazismo siempre se encuentra los tópicos
tradicionales que crean una línea directa entre el ascenso de Hitler al poder y
el Holocausto, además, se suele limitar la historia a sus responsables, es
decir, pareciera que hablar del nazismo se reduce a biografías de Hitler,
Himmler, Goering, Goebbels, Eichmann o Hess y reduciéndolo a las
concentraciones del Partido y los campos de concentración. De alguna forma este
enfoque se puede llegar a entender como un esfuerzo de exculpar a la población
civil bajo el argumento de que al ser un régimen totalitario, ellos simplemente
se sometieron a la fuerza de las SS y la Gestapo sin compartir la política
racial de Hitler. Esta es una historia que se centra en la sociedad alemana y
sus matices que no siempre son resaltados por, lo que podríamos llamar
“historiografía liberal”, no por su corte ideológico, sino por su manejo de las
fuentes cuyo único fin, como la liberal, es la demonización del enemigo y la
justificación de los actos de los vencedores.
Primero que nada, es un libro
exculpatorio, básicamente es una especie de especificación sobre el papel de la
totalidad alemana durante el régimen nazi y cómo no todos los alemanes se
sintieron particularmente afectos a Hitler y cómo algunos lo eligieron basándose
en premisas equivocadas.
En
este caso hay algunas aclaraciones sobre ciertos sucesos puntuales, y este es
uno de los puntos fuertes del texto, ya que hace caso omiso de tratar asuntos
que han sido explicados hasta el hartazgo, básicamente es un libro diseñado
para aquellos que tienen las nociones básicas del nazismo y su historia, dejándolas
de lado y centrándose en asuntos de mayor importancia, por ejemplo, no menciona
la fusión de la presidencia y la cancillería a la muerte de Hinderburg, tal vez
porque dado el escenario político alemán, fue un hecho intrascendente solo para
dar validez jurídica a una autoridad suprema de facto.
Lo
que si resalta es su asenso a canciller y porqué, dadas sus credenciales autócratas,
se le permitió acceder al gobierno. El autor maneja que fue una mala decisión
de aquellos que sentían antipatía hacia él, principalmente Von Pape, Canciller
de Hindemburg. La idea de éste era dejar que Hitler se destruyera a sí mismo;
era tanta su desconfianza hacia el nazismo y su programa carente de contenido
que pensaba que al dejar gobernar a Hitler este se derrumbaría abrumado por la
tarea de gobernar y con él el nazismo como opción política. Es decir, Hitler
accedió a la Cancillería porque quienes lo ayudaron a llegar esperaban que
fuera un inepto. Esto en gran parte se debió a una propaganda nazi que hacía
eco en la violencia comunista. Hitler se abstuvo de hacer alusión a algo tan
caro a los alemanes como la desaparición de la propiedad privada. Las clases
medias, temerosas de que los comunistas accedieran al poder y siguieran un
programa dictado desde Moscú, desencantadas de los socialdemócratas
(defenestrados por comunistas y nazis como los autores de todos los males
debido a que eran el grupo en el gobierno), decidieron optar por la alternativa
radical que hacía énfasis en la nación alemana creyendo que el discurso
antisemita se iría matizando conforme pase el tiempo.
Como
vemos, el autor plantea que el triunfo del nazismo fue de la misma forma de la
que muchos regímenes autoritarios se implantan por la vía democrática.
Simplemente la población los cree menos de lo que son capaces de hacer.
Culpar
a los alemanes tampoco es gratuito, responde a una cierta necesidad de
generalizar las cosas, si solo son ellos, todos los demás están moralmente
justificados ante la historia. No hay que olvidar que la democracia
representativa era un valor en decadencia en esos tiempos. Los movimientos
paramilitares y las ideas autoritarias, eugenésicas y raciales no eran
patrimonio germano. El antisemitismo de la revolución rusa fue tan sanguinaria
como el alemán (eso si se entiende que el antisemitismo practicado por los
nazis fue una herencia de la Rusia zarista), abundaban los movimientos de
carácter nazi o fascista en cada país, con sus características regionales, pero
siempre alineado en una forma general de interpretar una Europa para los
europeos.
También
hay un detalle que retoma con cierto interés, y es el hecho de las atrocidades
cometidas hacia los judíos, para lo cual lanza una especie de crítica hacia la
historiografía alemana para hacer referencia de cómo esta relativiza la
brutalidad del colaboracionismo de los países del Este argumentando cierta
autocensura de los alemanes a la hora de hablar del antisemitismo húngaro,
rumano o lituano—es decir, la brutalidad con la que trataron a los judíos—bajo la
premisa de que tienden a pensar que resaltar esos aspectos podría ser interpretado
en otras partes como un intento de restarle culpabilidad a los propios
alemanes, algo políticamente incorrecto.
Obviamente
el texto no está exento de críticas, a principal es el confesionalismo del
autor, Burleigh es católico confeso, lo que tiene un fuerte papel en cierto
manejo parcial del papel de la Iglesia Católica durante la guerra y el régimen
nazi, básicamente los disculpa de cualquier acción, la Iglesia Católica, según
el autor, se mostró prudentemente desconfiada del neopaganismo de Hitler—lo que
es cierto—pero también veló por la seguridad de los católicos alemanes
negociando un trato especial como el que realizó con Mussolini. No es caer en
la fraseología anticlerical de la historiografía marxista donde la Iglesia se
le entregó al nazismo, pero una cuota de responsabilidad sí tenían—debido a que
compartían el antisemitismo y el anticomunismo—. El autor, para cubrir el
aspecto de la religión cristiana con el nazismo, tiende a inclinar la balanza
de la responsabilidad en las iglesias protestantes, a las que trata como
alineadas con el nazismo desde un comienzo al presentarse a sí mismos como “cristianos
alemanes”.
Otro
punto a criticar, el cual va ligado al anterior, es su conservadurismo en veces
demasiado parcial a la hora de hacer referencia a las izquierdas—ya sean estas
moderadas, socialdemócratas o comunistas—relativizando todas sus posturas como
paparruchas o chapuceras, es decir, en cierta forma justifica la decisión de
los alemanes por los nazis en las urnas “resaltando” lo vacio y falso que
resultaban las propuestas de izquierda.
En resumidas
cuentas es, pese a los errores antes mencionados, lo que llamaría una “Historia
Total” del Tercer Reich, la mejor que conozco hasta la fecha.
P.D.
existe una “versión” reducida, o casi. Hay un dos libros considerablemente más
pequeños llamados Poder Terrenal y Causas Sagradas, ambos con subtitulo “Religión
y Política en Europa”. No habla de la relación entre Fe y Estado, sino del
Estado como Fe, es decir, de las religiones políticas. El primer libro comienza
en 1789—absurdo explicar por qué—y termina en 1914; el segundo va desde 1914 al
2003, en ese tomo, obviamente, cuando habla del nazismo hacer una descripción
rápida de lo que es, siendo así un resumen bastante decente de la obra total. Solo
por si les pesa leer nazis durante varios días.
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