David Jiménez, enviado especial de elmundo.es
http://www.elmundo.es/elmundo/2010/09/14/internacional/1284448437.html
Un par de mesas de blackjack, varias máquinas tragaperras, dos crupieres aburridas y algunos turistas chinos forman el único casino de Corea de Norte, discretamente situado en el sótano del hotel Yanggakdo. Es un lugar triste para arruinarse, pero no es la razón de que los locales tengan prohibida la entrada. Estamos en el último rincón estalinista del mundo y a todos los ciudadanos, desde el Querido Líder al último campesino, se les presume una alergia crónica al dinero.
Hay indicios de que los altos cargos del Partido de los Trabajadores han encontrado el modo de superarla. Se les puede ver en el mostrador de facturación del vuelo Pekín-Pyongyang tratando de llevarse televisores extraplanos como equipaje de mano. Cargan con DVD, cajas de vino, los últimos teléfonos móviles y todo aquello que prohíben a sus ciudadanos. Como en la granja de Orwell, también aquí todos son iguales: sólo que unos más iguales que otros.
La dictadura ha jugado desde 2002 con supuestas reformas económicas que anunciaba para retirar poco después, antes de volver a aplicarlas. Al régimen le cuesta arrancar una apertura al estilo chino porque según su teoría los norcoreanos no desean nada parecido a una economía de mercado: todas sus necesidades están cubiertas por el Gobierno.
Los jefes de las Unidades de Trabajo designan dónde vive cada trabajador y su familia. Los apartamentos se distribuyen en función de los años de servicio al Estado y el número de hijos. Los arruinados sistemas de sanidad y educación tampoco cuestan nada -lavado de estómago gratis en uno y de cerebro en el otro- y las cartillas de razonamiento aseguran que hasta lo más pobres tienen una plato de comida sobre la mesa cuando llegan las intermitentes hambrunas.
Ya no está tan mal visto hacer dinero
Pero el sueño de esa Corea del Norte igualitaria se aleja estos días en los primeros coches de lujo que han aparecido en la capital, Pyongyang. Las autoridades han relajado las restricciones que hasta hace poco sólo permitían tener coche a los funcionarios del Gobierno, los medallistas olímpicos y a quienes recibieran uno como regalo personal de Kim Jong Il, el déspota que dirige el país con mano de hierro.
La ciudad ha cambiado las calles desiertas por un tráfico similar al que se encuentra uno en la Castellana de Madrid cuando juega la selección de fútbol. Dispuestas y elegantes agentes de tráfico -chaqueta blanca y falda azul- regulan sin mucho esfuerzo la circulación y se puede ver pasar a los primeros taxis privados. En tres días he visto uno: ocupado.
"Cuando salgo de casa mi mujer me dice si voy a dar los 10.000 pasos, porque eso es lo que caminamos para ir a cualquier sitio", dice con buen humor Pak, un funcionario del Ministerio de Educación que reside en la capital. Los ciudadanos de Pyongyang ven a sus políticos pasar en flamantes Mercedes y lo interpretan como la señal de que ya no está tan mal visto hacer dinero. Han empezado a aprovechar los breves periodos de relajación y casi reforma para desarrollar su instinto comercial, a menudo de forma clandestina.
El otro día cené en un restaurante local situado en la Avenida de la Liberación. Pedí una Coca-Cola, un producto oficialmente vetado y la camarera me dijo que no había. Volvió al rato y me dijo que tal vez si había, pero que una lata importada de China costaba cuatro euros y se servía en vaso discreto. Les entiendo: empiezas sirviendo la bebida imperialista y pronto tienes un McDonald's en la plaza de Kim Il Sung.
Odian el dinero pero aman los euros
Sí, los norcoreanos odian el dinero, pero aman los euros. Todos los precios para extranjeros se exhiben ahora en la moneda europea y, quizá por eso de recuperar el tiempo perdido, hasta han aprendido el arte español del sablazo. ¿Asistir al show de gimnasia sincronizada Arirang? 80 euros. ¿Las flores que te obligan a comprar para dejarlas a pies de la estatua del Gran Líder? Cinco euros. ¿Llamar al extranjero desde el Hotel? ¡Cinco euros el minuto! Un visitante sueco me cuenta que el otro día llamó a su mujer, le dijo que estaba vivo y colgó cuando vio que el contador marcaba un minuto y un segundo. Le pidieron dos euros:
-Querrá decir un euro.
-Lo siento, dos euros.
"Terminé pagando cinco euros por un segundo", protesta. Kim Jong Il y su camarilla han hecho lo posible por anestesiar el instinto comercial de los norcoreanos, pero todo indica que ha despertado de todos modos. Si tuviera que apostar el coste de una llamada en Corea del Norte, lo haría a que esto no ha hecho más que empezar. Bienvenido a los albores de Casino Pyongyang.
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