Una hora después estaba los suficientemente lúcido como para poder, ahora sí, tomar la determinación de salir de su casa rumbo a lo de Héctor, aunque no tenía interés en presentarse más que en solo estar afuera o hacer algo que no implique alcohol, o una cantidad relativamente menor de este.
--aunque puedo quedarme—se decía mirando el desastre que era su rostro siempre a esas horas.
Tenía una vida disipada, eso no lo negaría ni lo negaría nadie con dos dedos de frente. Drogas, alcohol y algunas veces mujeres “buena onda”, esa palabra sonaba estúpida, pero desde que Fabián Lavalle se defendió luego de una golpiza argumentando que estaba en compañía de ese tipo de mujeres, se convirtió en léxico común en la sociedad mexicana.
Aunque no era especial preferente de ese tipo de mujeres, muchas veces la necesidad física era más imperante que las perspectivas financieras a largo o corto plazo. Una llamada, quinientos pesos por treinta minutos y todo el mundo feliz, si el trabajo le daba a uno la oportunidad de tener una vida así, entonces estaba en su derecho de seguir ese camino con toda libertad.
Total, su vida era su vida y desde ese punto de vista era mucho más sencillo tratar de evitar las disertaciones con sus iguales. Salió de su casa, decidió salir caminando, consideraba que en su estado actual, era necesario despertarse todavía un poco y caminar era una forma rápida y sencilla de restaurar las neuronas perdidas y rehabilitar los músculos atrofiados por estar sentado consumiendo alcohol.
Tomó el tren hacia el centro y se bajó ahí, tampoco era imperante caminar todo el recorrido, con hacer la mitad o una parte de la mitad era suficiente, además era más entretenido el recorrido por el centro que el otro.
Era una buena forma de socializar, aunque no hablara con nadie por lo menos miraba a la gente pasar y de vez en cuando usaba los recursos básicos de la diplomacia urbana en hora pico, “perdón” “disculpe” “con permiso” “gracias”, todos esos códigos que se aprenden con el tiempo, en las condiciones actuales del día eso ya contaba como socializar. Revisó el morral, era una técnica rutinaria cada que tenía conciencia de que cargaba un morral, siempre para darse cuenta si el celular seguía ahí; no lo encontró, se puso nervioso y volvió a revisar, ahí estaba; siempre pasaba así, un leve susto inicial que provocaba una revisión más exhausta y luego lo encontraba y se tranquilizaba. Además del celular cargaba un libro, un ejemplar en rustica de La ciudad de Dios de San Agustín editado por Porrúa. Lo había tomado casi por inercia, era tradición en él, sentía una necesidad imperante de siempre tener en la mano un libro, ya sea para leerlo o para ojearlo solamente. Recién acababa de terminar una novela, y como ocurren con los papas, después de un largo pontificado se elige uno relativamente viejo que sirve más de transición y reajuste al interior; así le pasaba con los libros, después de un texto denso, trataba de buscar alguna lectura que no implique todo un periodo de tiempo, nada de novela o cuento, sino textos de referencia, La Ciudad de Dios es uno de esos libros, lo suficientemente denso y aburrido como para no desear terminarlo y con un índice demasiado atractivo como para tener la necesidad de dedicarle un tiempo.
Con esa idea en la mente y antes que pasaran cinco minutos entró a una librería, tal vez la reflexión le permitiera encontrar algo útil. Miró que en el estante estaba Flashfoward, miró la serie dos o tres episodios, pero no logró engancharlo, aunque había leído que el libro era profundamente mejor, a diferencia de la serie, desde el comienzo en la novela explican por qué todos tienen una visión del futuro y el protagonista es precisamente el que provoca la visión, parecía que en el futuro muere el hijo de alguien conocido y la historia se basa en saber cómo es que muere y cómo lo puede evitar. Aunque desde ese ángulo da menos morbo que la serie, según leyó en internet, la estructura era mejor.
Siguió revisando libros y se detuvo en Apocalipsis Z, le agradaban los zombies, pero no tanto como para ser un melómano, aunque la novela tenía algo de buena prensa como para llamarle la atención. El costo era de doscientos noventa pavos, le gustaba decir pavos, era como una traducción española de una novela de Palahniuk, “qué mogollón se armó tío”, en fin, le daría una oportunidad a los zombies, lo que le interesaba es salir de ahí y llegar rápido a lo de Héctor, pagó y salió ahora con el doble de peso. Y acelerando un poco el paso una vez que ha cumplido con su cuota de sociabilidad urbana. Seleccionó Jesús doesn´t want me for a sunbeam de los Vaselines en la versión conocida por todos de Nirvana, de hecho era el Unplugged completo, cosa que sabía que no duraría porque después de terminar la canción lo más seguro es que cambiaría de canción, tal vez algo de Hash o Manu Chao, eso depende de la adrenalina liberada mientras caminaba.
Siguió la ruta y veinte minutos después estaba parado frente a la casa de Héctor a media canción de La Marcha de la Bronca.
--¡Mierda! Detesto que se corte a la mitad la canción.
Se dijo eso a la vez que consideraba la posibilidad de quedarse afuera hasta que terminara, pero eso era inútil y casi innecesario, más fácil sería salir de ahí al terminar la reunión y volver a iniciar la canción, aunque estaba seguro que la melodía lo acompañaría durante todo el día y un ansia de tararearla sería irrefrenable, sabía eso, como sabía que el ansia de escuchar la canción duraría solo cinco minutos, así que si era lo suficientemente disciplinado como para no tararear nada en ese tiempo, podría seguir la tarde como si nada hubiera pasado.
Tocó el timbre, oía voces adentro, sabía que era el último en llegar y que le reprocharían eso, cosa banal porque siempre era el último en llegar y siempre le reprochaban eso. Pero tenía una sutil forma de pedir perdón: un paquete de doce cervezas. Si eran seis personas tocaba matemáticamente dos a cada quién sin tener en cuenta que algunos bebían con tal velocidad que era posible que se adelantaran a la de algunos de los demás.
--Llegas tarde—dijo Héctor mirándolo reprobatoriamente y señalando a los demás—llevamos rato esperándote.
--solo veinte minutos, y traigo alcohol.
--veinte minutos son veinte minutos—dice Carla desde adentro.
--claro, como son mil doscientos segundos o un tercio de hora, es el tiempo de tolerancia.
--y una cerveza es el mejor perdón del mundo—contesta Julián
Lo dejan entrar para evitar toda la discusión, saluda a los demás y va al refrigerador y coloca las cervezas menos la suya y otra que le pasa a Julián, se sienta preparado para la conversación más indiferente del día que vaya a tener, no le interesa lo que suceda, lo importante es que al final, todo termine con una explosión, las explosiones le flipaban un mogollón, se dijo sonriendo, como un buen español hijo de puta que nunca ha estado en España.
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