16 jun 2010

Cuento: vecino molesto

La historia comienza de la siguiente forma.
Dos hombres (o lo que se puede considerar hombres a un par de jóvenes de veinte años) encuentran un cuerpo tirado en un callejón cerca de su casa. Inmediatamente, una vez constatado de que no era a) un perro realmente feo o b) una muñeca inflable desechada por un hombre solitario que acaba de encontrar pareja. Pasada esta paradoja, se dan a la tarea de informar a las autoridades correspondientes; estas, conscientes de la novedad y relevancia de la noticia, se dan a la tarea de emitir una alarma nacional.
Resulta que los dos jóvenes de los que hablaba (quienes, funcionando solamente como desencadenantes de la trama, habrán desaparecido como personajes en los siguientes párrafos), lo que encontraron no fue un cuerpo común y corriente, sino que esa envoltura humana alguna vez tuvo el nombre de Juan Jaime Ortiz de Izurrieta, mejor conocido como el Secretario de Gobernación del gobierno federal y, por lo tanto, uno de los pilares que sostienen el poder ejecutivo en esta grande patria llamada Aztecalco.
La prensa no se hizo esperar y los llamados en televisión tratando de resolver este crimen de Estado se hicieron tan frecuentes como un argumento de telenovela política a la que con placer morboso nos entregamos prestos, la relación existente en estos casos es virtualmente considerable si se comprende que uno de los mayores gozos que tenemos es ver morir a otro, y si este otro fuese una figura relevante el placer se potencializa varias veces dependiendo del grado de importancia de la víctima.
Según los programas del corazón la muerte se debió seguramente a su romance con la ex vedette Marisela Juan Jiménez de Castro, ligada, como todas las ex vedettes, a un poderoso capo del narcotráfico, líder del Cartel de Teuchitlán.
Los analistas políticos se brincaron a la Vedette y asociaron casi paulatinamente al poderoso hombre al Cartel de San Juanico, región de tierra caliente donde las balas y los corridos son más comunes que la violencia intrafamiliar en Irlanda.
Otras lenguas, más versadas en la forma vipera del dialogo, se atrevieron a entreverar una larga conspiración que señala como principal autor intelectual del homicidio al mismísimo presidente de la nación que, en discursos de “Aztecalco está de luto” “he perdido a un amigo” se asoma un sutil “he aplastado a un rival político que a final de cuentas dependía de mí y era absurdo que lo tuviera que matar, solo bastaba despedirlo”
Mejores versiones atinaban que el mismísimo secretario de gobernación ahora finado y que en paz descanse se cepillaba a la primera dama del país que, ya con varias copas encima tenía la decencia de Madonna y él, nada perezoso, siempre le invitaba a charlar sobre la construcción de un proyecto nacional o la mar en coche, lo que importaba era tenerla sin que el primer mandatario (que de vicios son sus secretarias no era negado) se enterara.
Unos más especularon—arte milenario del imaginario popular—que era narco satánico por eso de que no comulgaba como siempre ante el altar de Dios Padre y se le veía siempre con una pata de conejo para la suerte—que de suerte solo el Diablo es maestro—.
Pero yo sé la verdad, yo sé por qué el segundo hombre del país fue encontrado muerto en un callejón. Lo sé por qué yo lo maté.
La verdad no tenía nada contra él, como paria de la sociedad siempre me vi a mí mismo como indiferente ante los acontecimientos que pasaran en el país. Al contrario, las pocas veces que lo traté en realidad me pareció una persona agradable. Del tipo que si lo vez sentado en un camión no te molesta compartir viaje con él, pero tampoco entablar conversación. Nada más verlos y ya.
El problema es que como todo hombre de moral intachable, la tenía llena de tachones, partes borradas y corrector esparcido en todo el texto. Había rentado el piso arriba de mi departamento bajo el nombre de Fray Juan de Zumárraga, por razones obvias el casero lo reconoció al instante y decidió jugar a que no lo hacía (aunque nunca supe si fue él directamente a rentar el lugar)
Pues bien, como sea, vivimos en una sociedad de paredes demasiado pequeñas y construcciones aburridísimas que en el afán de fomentar programas de vivienda usan materiales de la misma calidad de un radio de pilas chino comprado en un tianguis, te sirve, pero un rato y a la mínima cosa ya está roto.
La gente decía que el cuerpo tenía marcas de tortura y de bala, me deslindo de la tortura, no, nadie lo torturó, yo lo conozco y a ese tipo lo que le gustaba era estar hasta muy tarde con señoritas de dudosa moral a las que, gracias a la flexibilidad de nuestras paredes, pude escuchar cómo les pedía que jugaran al secuestro y al átame y pégame, pegáme y decíme Shirley como dice la canción.
La fragilidad de las paredes me hizo estresarme y casi desear matarlo, dicen que del dicho al hecho hay un gran trecho, pero a veces ese trecho no es más que una pared de tablaroca. Así que un día, en que la señorita primera dama acompañada de la hija del secretario de Hacienda salieron apresuradas con mascadas y lentes a las doce de la noche después de una “reunión del partido” en la casa del excelso inquisidor Fran Juan de Zumárraga. Subí y toqué la puerta.
Nuestro prócer, tal vez creyendo que la Primera Dama deseaba algo más de “reunión partidista” abrió con un rostro de cansancio, pero de esos cansancios que sabes que si aprietas la chispa adecuada, casi siempre en la pelvis, se encienden instantáneamente.
Obviamente no tenía intención de encender la chispa, al contrario, llegué decidido para hablar con él y pedirle humanamente que se vaya mucho a la mierda.
--Hola.
En cuanto dijo eso le asesté un golpe en el rostro de tal magnitud que la tragedia era inminente, así que entré y seguí golpeándolo, yo no hacía justicia social, tampoco era el caudillo que saciaba su odio contra el gobierno, solamente estaba golpeando a un hijo de puta que tenía tanto poder que se cepillaba a cualquier mujer, y no, no era por defender el honor de un género, sino pura y mera envidia de un pobre diablo cuya mejor noche de sábado era estar acompañado por imágenes pornográficas y una imaginación capaz de hacer que tales imágenes se mimeticen con otras imágenes de amigas que tengo. En pocas palabras, una madriza de ardido.
Agarré un cuchillo de la sala y lo clavé directamente en su cuello, miré la sangre brotar y brotar y brotar y brotar y brotar y brotar hasta que dejó de brotar. Pensé en las alternativas de mi futuro y cómo saldría de esta. Era fácil, el cabrón tenía tantos cadáveres en el armario que a nadie le interesaría especular mínimamente cuál de todos estos se le escapó. Y lo logré; el tipo era tan seguro de su posición que tenía videos, fotos, cartas, recuerditos de lencería, y una agradable dotación de drogas. Lo saqué todo y los esparcí en su sala, si alguien especulaba un poco llegaría una orden desde arriba dándole carpetazo al asunto, muerte natural y que Dios perdone a los pecadores.
Sé que funcionó porque dejé el cadáver en la sala y apareció desnudo en el callejón de al lado. Sé que funcionó porque hace dos semanas de esto y no han siquiera entrevistado a los vecinos. Sé que funcionó porque no se ha mencionado en ningún medio mi bufete de pruebas.
De todas formas no me importa, tengo mejores cosas en qué pensar, una de ellas es cambiar la tablaroca y poner algo que aísle el ruido, porque el vecino de abajo parece tener un gusto enfermizo por el reggaetón. Del prócer de Aztecalco no me preocupo, de eso hablan las revistas del corazón, además, no soy tonto, tengo mi seguro, si algo calienta la cosa, siempre guardaré ese video donde Juan Jaime Ortiz de Izurrieta, difunto Secretario de Gobernación, le mete todo su “presupuesto” a la hija del ahora candidato ganador a la Presidencia.
Pero primero lo primero, la tablaroca.

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