13 sept 2010

¡Marchad, robots, marchad!

 

David Jiménez, enviado especial de El mundo.es

http://www.elmundo.es/elmundo/2010/09/13/internacional/1284361312.html

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El régimen dice que es el País de los Amaneceres Brillantes y quizá por eso decide a qué hora deben levantarse sus ciudadanos. Son poco más de las 6 de la mañana y los altavoces apostados en las plazas y edificios de Pyongyang comienzan a despertar a la población con loas al líder y marchas militares. Desde este momento y hasta que se acuesten, los habitantes del más asfixiante y despótico lugar del mundo recibirán instrucciones sobre dónde ir y en qué transporte hacerlo, de qué hablar y cuándo hacerlo y, por encima de todo, qué pensar. Nunca deben hacerlo.

El país es una inmensa cárcel y el Gobierno espera mantenerla en orden convirtiendo a sus súbditos en robots en serie. "Ármate con la ideología del Querido Líder", exige la voz chillona del altavoz mientras escolares, funcionarios y militares marchan en perfectas líneas hacia escuelas, ministerios y cuarteles. Casi se puede oír lo que quiere decir: "¡Marchad, robots, marchad!".

Un nuevo día ha comenzado en la República DEMOCRÁTICA Popular de Corea.

Ya en el vuelo que me trajo a Pyongyang detecté indicios de que me dirigía a un lugar como ningún otro. La azafata del avión de Koryo Airways me entregó una copia del 'Pyongyang Times' con un gran titular a toda página: "Kim Jong asiste a una comedia". Y lo sería, con su totalitarismo rancio y las excentricidades de un dictador que se hace llamar el Querido Líder, sino fuera por los 22 millones de personas que sufren todo esto a diario.

Nada más entrar en el país han confiscado mi teléfono móvil y mi pasaporte -han prometido devolverme ambos- y me han informado de que los ciudadanos de Corea del Norte tienen la suerte de vivir en el "paraíso en la tierra". El país tiene armas nucleares, pero no Internet o telefonía móvil para la población.

Mujeres y hombres llevan un pin en la solapa con la imagen del líder Kim Jong Il o de su padre Kim Il Sung, todavía "presidente" a pesar de llevar 16 años fallecido. El calendario ha sido retrasado para hacerlo coincidir con su nacimiento. Estamos en el año 99, no en 2010.

Lemas revolucionarios adornan campos de arroz, fachadas de las casas, fábricas y edificios oficiales durante todo el camino al centro de Pyongyang. Retratos del Querido Líder se repiten por todos lados. Se dice que un norcoreano ve la imagen de su dictador una media de 30 veces al día y ya les adelanto que no es cierto. En mi primer día en Pyongyang, lo he visto 47 ocasiones. Impoluto. Impasible. Benevolente. Iluminado.

Pero más allá de la retórica revolucionaria, la combinación de represión, aislamiento y culto a la personalidad que ha mantenido en pie el régimen norcoreano está a punto de pasar por su mayor prueba. Kim Jong Il, de 68 años, ha aparecido débil y delgado desde que sufrió una apoplejía hace dos años. Mientras el país celebra estos días su 62 aniversario, y miles de bailarines y soldados toman las calles en masivos desfiles públicos, el régimen ultima los detalles del proceso que designará al sucesor de la única dinastía comunista hereditaria del mundo. Se llama Kim Jong Un, es el hijo predilecto del Querido Líder, como se hace llamar Kim Jong Il, y ha sido aupado por la propaganda oficial al rango de "Comandante Brillante".

El cambio coincide con los primeros y casi imperceptibles cambios en Corea del Norte. El último bastión libre de consumismo, en cuyas calles no se puede ver un anuncio que no sea de la revolución, vive algo remotamente cercano a la emergencia del capitalismo. Nuevos comercios han abierto discretamente por toda la ciudad, sin llamativas luces de neón ni ofertas en los escaparates. La capital presenta por primera vez algo parecido a tráfico, a diferencia de las calles completamente desiertas con las que me encontré en mi primer viaje al país hace ocho años. Los trajes grises y monótonos han dejado paso a prendas más coloridas en los días festivos y la ciudad vive un modesto boom de construcción, con cientos de obreros trabajando en una docena de nuevos edificios, incluido el rascacielos piramidal del Hotel Ryugyong, abandonado a medio hacer en 1992.

Viandantes que hace unos años recibían al extranjero cambiándose de acera o gruñendo proclamas marxistas sonríen ahora al visitante, tratan de entablar conversación y se dejan fotografiar con sus hijos, en las pocas ocasiones en las que los guías del Gobierno permiten el contacto. "¿España? Felicidades por la Copa del Mundo. ¡Wow!", dice un estudiante en la Gran Casa del Estudio, en la plaza de Kim Il Sung. "¿Y cómo vive la gente en su país?".

Otras cosas no han cambiado: sigue siendo obligado, incluso para los extranjeros, comprar un ramo de flores nada más llegar al país, depositarlo ante la gigantesca estatua de Kim Il Sung -35 metros de altura- y mostrarle tus respetos, no sin antes recibir un breve cursillo sobre postración ante déspotas. "No se incline mucho porque parecería exagerado para un extranjero, ni poco porque mostraría falta de respeto", me dice el señor L, uno de los dos guías que me acompañaran durante mi estancia (siempre son dos, para que se vigilen entre ellos también). "¿Cuántos grados de inclinación?", pregunto. Pero el señor L. no tiene humor para preguntas impertinentes y me entrega en su lugar el programa para los próximos días. Le pregunto si aparte de estatuas, museos revolucionarios y niños cantando loas a los Kim tendré oportunidad de relacionarme con gente de a pie. "No está en el programa", me informa el señor L.

-¿Podré visitar un parque público?

-No está el programa.

-¿Salir a cenar por mi cuenta?

- No está en el programa.

-¿Un paseo cerquita del hotel, quizá?

- No está...

- ¿...en el programa?

Creo que lo voy a pasar en grande.

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